Llevar al cine la vivencia de las artes escénicas es un ejercicio complejo. No imposible. En Pina, el último trabajo del cineasta Wim Wenders, no solo se logra, sino que además se contagia al cuerpo del espectador todo el ritmo, cadencia y fluidez de la danza.
Sentado frente a la gran pantalla el público se va haciendo cómplice de las voces de los bailarines que compartieron escena con la artista alemana Pina Bausch. Algunos son compañeros de ruta de toda la vida, otros, colegas que se han sumado en su última etapa. Incluso una hija de miembros de la compañía forma parte del elenco que le rinde homenaje.
Describir la experiencia cinematográfica del film también es complejo. La armonía es perfecta. Los espacios elegidos ideales. Las formas fluyen entrelazadas con la música y el color. Nada desentona. El dolor, el desgarro, la alegría, la admiración son emociones que se perciben desde la butaca.
Durante la proyección se van conociendo detalles de la intimidad de la compañía, y pese a que las palabras comunican las emociones, las manos, las piernas, el torso, el rostro, dicen mucho más. La inspiración es el aura de este trabajo donde tan magistral resultado solo puede alcanzarse por el influjo del espíritu de Pina, que sin duda ha de haber rodeado todo lo vinculado a este trabajo. La artista vive en cada uno de esos bailarines, y eso también se puede sentir desde la butaca.
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