“A menudo nos olvidamos del valor del caos. Tanta interferencia social, moralista y educativa nos deja huérfanos de caos”.
En una semana aprendí muchas cosas, reaprendí varias y decidí pasar al olvido algunas. Durante una semana me convertí en esponja. Absorbí conocimientos, prácticas, sabores, olores. Decidí vivir siete días por 14. El resultado muy bueno. La razón: un campamento de artistas e investigadores en un centro de arte. Nunca había participado por dentro de una actividad así. Por tanto, puedo definir a la experiencia como única. Tanta creatividad fluyendo de un lado a otro no es fácil de encontrar. Qué arroje resultados, potencie proyectos, genere nuevas ideas, menos. Muchos buscadores de talentos podrían relamerse entre los cables, las cintas, los ordenadores que operaron prácticamente las 24 horas del día. Como conexiones cerebrales. Fueron como un cuerpo humano. Una gran metáfora del cuerpo donde orgánicamente se iban desarrollando nuevos modelos de software y hardware en el sentido más amplio de ambas definiciones. En ese espacio, unos miran desde arriba, otros trabajan desde abajo. Como la vida misma. Una reproducción fiel de la cotidianidad. En esas jornadas pequeños seres fueron tallando túneles, algunos visibles y físicamente transitables. Húmedos, fríos, oscuros, tenebrosos. Otros se fueron profundizando, inmaterialmente. Túneles que conducen a la reproducción de modelos que no fomentan la creatividad, sino que la coartan. No soy artista. Pero sí consumo y me nutro de la pasión de los que si lo son para desarrollar mi trabajo. Los promuevo, los proyecto, los gestiono. No soy artista, pero sí hay algo que sé es que del caos muchas veces salen los órdenes más hermosos. Que de lo aparentemente confuso, nace la claridad. Que el comienzo de esa semana fue un hola y el final un adiós completo de experiencias. Tangibles unas cuantas, inmateriales y cargadas de capital simbólico muchas más.
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