En cada individuo habita su familia. Es un rasgo del que, aunque se desee muchas veces, no se puede escapar. Puede uno volcarse con intensidad hacia un camino totalmente contrario a sus orígenes, pelear para diferenciarse de los aspectos no deseados. Puede uno discrepar, esconderse. Puede hacer un sinnúmero de camuflajes, pero la historia es cómo es y la opción más válida para seguir adelante es integrar esos fenómenos adversos, potenciarlos y crecer tras ese proceso de asimilación.
En “La Omisión de la familia Coleman” y “El Viento en un violín”, cerré iguales conclusiones. Estas exitosas obras del dramaturgo argentino Claudio Tolcachir se encierran en los muros de familias. Núcleos de personas que, presentándose como disfuncionales, se asemejan en mucho a las que cada uno trae consigo. Son historias de vida llevadas al extremo en algunos casos. Se presentan enfermedades, homicidios, violaciones y mentiras. Sin embargo hay sutiles matices en los que no es difícil encontrarse. El drama de cada personaje luchando por ser auténtico y sobrellevar su realidad hace inevitable la empatía. La búsqueda de ser querido y aceptado también.
La grandeza de las obras de Tolcachir radica en la manera en la que sus personajes aceptan la vida. En ese sentido, el humor, es sustantivo para el crecimiento y desarrollo de los protagonistas. El público ríe de los horrores ajenos, y muchas veces sin culpa. Ese efecto es una de las genialidades del director.
Sí es verdad que en el arte existen procesos de crecimiento y aprendizaje, quizás en la risa se encuentre el factor clave de enriquecimiento del público. Quizás mucho se debería aprender de esos procesos que se concentran en poco más de una hora. Donde una sala, una cocina, un dormitorio es el punto de referencia para el desarrollo de historias absolutamente factibles de suscitarse en el espacio fuera de escena.
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