La primera vez sentí estar de regreso en la infancia. Allí se desconoce cómo será todo pero hay un gran entusiasmo por descubrir y aprender. Y cuando se prueba -si gusta- se convierte en un dulce del cual no te puedes desprender. Se torna mágica la fusión entre espectador y la película.
En “Avatar”, en “Alicia en el País de las Maravillas” e incluso en la animación “Cómo entrenar a tu dragón” me subí a viajes en los que participaron todos los sentidos. La sola posibilidad de ver volumen y forma en la pantalla me vale las mejores críticas. Dejo de lado los prejuicios, los guiones, la actuación y la trama. Y hasta compro pop, del grande y con gaseosa.
Puede que esté motivada por un entusiasmo excesivo. Puede que no. Puede que estar ante una película en 3D sea maravilloso por la experiencia en sí misma, por los avances de la tecnología al servicio de la cinematografía o por ese camino sin retorno. Ese viaje de la mano del niño que todos llevamos dentro. Nuestro mejor guía. El que nos guiña un ojo y si lo miramos fijo ahora nos está haciendo una señal para ir al cine ya a ver otra más.
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