Amo las películas. Las buenas, esas dignas de pasar a la historia. No las llenas de lugares comunes que acaparan la mayoría de los espacios cinematográficos y se multiplican como parásitos. No esas que reproducen esquemas, con principios, desarrollos y finales felices, tan emotivos como irreales. Y lo escribo a conciencia, porque suelo llorar con (casi) todas.
Amo las películas. Esas que me muestran cosas de la vida, cosas que puedo vivir, sentir en mi piel. Esas que son ejemplarizantes, las que me hacen reflexionar, las que me invitan a pasear por universos desconocidos, las que me hacen reír, las que solo me entretienen. Las que me inspiran en mi propio guión en el que siempre hay una oración o una imagen de la que aferrarse para seguir escribiendo.
Y seguiré. Pasaron en este 2009 muchas películas, y siempre sabré que la más intensa, la que más sentí en mi piel, fue la mía. Mi propia película, mi propio guión.
De las demás historias, repaso en mi memoria y pienso cuál sería la mejor. Los críticos dieron su opinión, Slumdog Millionaire, Bastardos sin gloria, Mal día para pescar, entre otras. Coincido. Pero si tuviese que elegir una, sería “El verano de Kikujiro”, de Takeshi Kitano. Fuera de circuito comercial y de la temporada de estrenos.
La música (y por sobre todo la música), la ternura y las vueltas y sorpresas que nos depara un tránsito por un lugar y un espacio impensado, son los argumentos más firmes. Para verla, hay que alquilarla o buscar otros métodos alternativos (...) Pero hacerlo vale la pena.
Es una película con una hermosa parábola sobre el poder de la amistad y el amor en un envase no tradicional ... atípico, como los giralunas de Luis Eduardo Aute, con los que despido el año:
“Cuenta la historia que una noche, cuando todos los girasoles decidieron juntos -como cada día- mirar el suelo, el giraluna decidió esperar mirando al cielo sin agachar ni esconder su cabeza. Esperó y esperó hasta que finalmente la noche le presentó a la Luna. Nunca la había visto y se emocionó tanto al verla que en la distancia ella se percató de su presencia. Entonces, notando la audacia del giralunas, le mostró algo que nunca nadie jamás antes había visto: su otra cara...
Cuenta Aute, que la Luna le dio esa ofrenda por tres razones: el giraluna nunca perdió la fe, mantuvo la curiosidad intacta y tuvo criterio propio. Tres valores, que aún sin mencionarlo el artista, escasean, y mucho, hoy en día”.